La Barrera del Silencio
El cielo estaba negro, pesado. Su corazón se ahogaba,
aplastado, como las antiguas hierbas bajo la ceniza. Se sentía impotente, y esa
angustia era una autentica losa sobre su estómago, que lo arrastraba hacia
abajo, y aprisionaba sus rodillas, y su forma de moverse. Volvió a detenerse,
rebuscar en su petate y pegarse el aparato al rostro. Esperó entre las rachas
heladas. Ella no cogía el teléfono. Ya no quería hablar con él. Se sintió
estúpido, ella tenía razón, todos la tenían, debería olvidarla, todo era
inútil. Tenía que continuar. Guardó de nuevo el aparato y se alzó el cuello de
la trenca. Debía cumplir con su colaboración.
Pero no podía dejar de pensar en ella. Intentaba
concentrarse en la pala, en los botes de muestras, en los datos del interfaz,
en la sonrisa de aquella amable y educada mujer que realmente lo apreciaba.
Sabía que si regresaba al Hogar lo acogería en su cama. Podría relajarse y
dormir caliente, olvidar. Era el camino correcto. Pero inadvertidamente, de
pronto, se encontraba pensando en ella, en el camino del dolor, otra vez. Lo
único que quería era que le cogiera el teléfono, respondiera al mensaje, para
aplacar su remordimiento, y desengaño.
Aquel arbusto estaba cubierto de ceniza hasta media altura,
sus ramas resecas surgían sobre la duna. Dudó si era antiguo o moderno: los
nudos de la madera eran autóctonos, no había irisaciones en la corteza, ni espinas
de piedra, ni hilos de cristal, ni partes articuladas. ¿Tal vez estaban bajo la
ceniza? Allí estaría la respuesta. Se encogió de hombros. Dio dos paletadas,
arrancó un pedazo de raíz del suelo y lo metió sin más en el bote, sin mirarlo.
Suspiró cansado. Observó la vieja carretera comarcal, agrietada e invadida por
montones de ceniza. A duras penas reconocible, sin cobertura de red. Quizá
fuera eso, la cobertura.
Caminó entre las ruinas de la antigua urbanización costera,
subiendo por la carretera serpenteante que en su día profanó el monte. Ahora la
tierra ya no era de nadie, ahora era moderna, todos los antiguos propietarios
estaban muertos, el dinero había muerto, no había naturaleza que profanar. Volvió a coger el
teléfono, esperó, quizá los repetidores de la vena de red le harían llegar el
mensaje. Pero era inútil, lo rechazaría, seguía enfadada, no quería saber más
de él. Dijo que le había faltado al respeto, y el vacío era su castigo. ¿Cuál
era su crimen? ¿Quererla sin su permiso? Podía aceptar que nunca tendrían nada
juntos, que no podrían formalizar un vínculo de carne, pero no podía cambiar
sus sentimientos, no podía. Pedirle eso era como ir en contra de las leyes de
la física, una imposición dictatorial, control mental, lavado de cerebro, una
visita al campo de reeducación. Le había prohibido volver a hablar del tema, no
volver a insistirle, pero lo había hecho. Pensó que ella lo comprendería, los
amigos se escuchan y comprenden. Pero su respuesta había sido el silencio y el
vacío.
Hola. Un inmenso arbusto moderno surgía avasallador de la
loma de ceniza, luminoso, como un
antiguo árbol de navidad, una vieja costumbre propia de la primitiva era
civilizada. A ella le gustaba la historia, hicieron juntos una colaboración
sobre el tema cuando estaban en la Academia, diez años antes, allí empezó todo.
Todo podría haber sido diferente si entonces hubiera tenido la experiencia de
los años, pero todo empezó con mal pie. Ella fue el camino erróneo desde el
principio. ¿Por qué tardó tanto en darse cuenta? Golpeó de cualquier modo con
el machete, rabioso y distante. Cogió a montón las ramas articuladas, y las
metió en la abultada bolsa. Luego subió una escalera medio derruida y volvió a
sacar su teléfono. La señal era clara en aquel punto alto, pero el indicador
del camino del dolor seguía bloqueado. ¿Una amiga hace eso? De pronto cayó en
la cuenta que todo eso de buscar cobertura era absurdo. Lo tenía bloqueado. ¿En
que estaba pensando? El dolor era como una borrachera.
Sintió ganas de arrojar el maldito aparato al mar. Furioso
consigo mismo corrió hasta la aplanada cumbre del monte. Él solo contra el
paisaje. Las gruesas volutas plomizas de las nubes se extendían sobre su
cabeza, casi podía tocar el duro techo que impedía volar a los aviones
supersónicos. Nunca podría romper la barrera del silencio. “Hablando se
entiende la gente” Pensó con una sonrisa torcida y escupió su dolor de estómago.
A sus pies el mar de cenizas cubría los antiguos campos de arroz. Ahora grises
en lugar de verdes. Recordaba aquellas fotos rescatadas de olvidados discos
duros, con ella a su lado. Las carantoñas de ánimo sobre su espalda, su mirada,
que le daba tanta paz. ¿Dónde se fue esa época? A su espalda las dunas grises
se mezclaban con la vieja playa y las olas negruzcas de espuma jabonosa. El
Júcar parecía la plancha de acero de una máquina de radiografías y lo mismo
podía decirse del cráter de Albufera. La bahía circular se extendía a los
lejos, cortada por la línea recta de la vena de red, punteada por los pinchos
de los repetidores, como una espina de pescado cartesiano recorrida por los
diminutos camiones de los Hogares nómadas.
Sus tripas sonaron y de pronto notó un halito de esperanza.
El teléfono había sonado, lo miró. Pero no era el camino, era aquella cálida
mujer, madura y de nombre hermoso, que lo esperaba en el Hogar, que le
preguntaba si ya estaba mejor. Si era franco consigo mismo, no le despertaba ni
la mitad de pasión y atracción que su vieja amiga. Pero era lo que debía hacer,
el camino correcto: engañarse a sí mismo para poder respirar de nuevo. Le
contestó que pronto volvería, no, que estaría a la hora convenida. Le dio las
gracias por su atención y se despidió con un cuidado cumplido. Ella le respondió
con el jeroglífico de un beso grande e intenso. Ya estaba. Esa noche daría el
paso, formalizaría un nuevo vínculo.
Sus tripas hicieron ruido de nuevo, quizá esa angustia no era
desamor, sino simplemente hambre. La bolsa de ramas se movió y agitó furiosa,
pero la calló de una patada. Buscó en el petate las galletas energéticas, la
sobrasada y la cantimplora de negra ardiente. Comió y al terminar, se quedó
sentado sobre la roca un rato. Sintiendo el amable ardor del líquido en la boca
del estómago, anticipando la noche. Era la primera vez que lo seducía una mujer
que le superaba ampliamente la edad. Decían que las mujeres maduras eran sabias
en amor, en unas horas lo comprobaría. De repente una vengativa punzada de
dolor lo atacó de nuevo, gruñó harto. “¡Basta, déjame en paz!” Gritó con los
labios sellados. Era una mujer moderna, como todas las que conocía, pero con la
misma obsesión por la pureza emocional que las antiguas. Por eso le gustaba la
historia civilizada. Por eso lo había llamado traidor, falso, mal amigo. Una
feroz ventisca agitó todo el mar de cenizas, llenado el paisaje de irisado
polvo gris. Tocaba volver.
Se colocó la máscara anti-todo sobre la cara, se alzó la capucha y bajo dejándose caer por la ladera del monte, haciendo rodar piedras pintadas de blanco. Una vez dejo atrás los restos del antiguo rotulo turístico que ponía “C-L-ERA” se encaminó sin dudar hacia la vena de red, de vuelta al Hogar.
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