jueves, 18 de diciembre de 2014

La Estación de Metro



Hoy presentamos otro de esos ejercicios de taller. Se trataba de una simple descripción de una ciudad o lugar, pero había que hacerla “interesante” Ni idea que podía hacerla interesante, así que esto es lo que pasa cuando me pongo a escribir arreu, sin una historia o algún tema en mente, que parece que me he tomado un tripi...




La Estación de Metro


Uno de los momentos más terroríficos imaginables sucede cada vez que un metro se acerca a la estación. El rumor lejano se convierte en aullido y el aullido en rugido atmosférico que taladra tímpanos y cráneos hasta invadir todo el espacio. En el último momento, cuando ya ves los ojos brillantes asomar por el fondo de la cueva, tienes el convencimiento de que por esa boca oscura saldrá un gusano gigante del averno o una termita dragón de dimensiones imposibles, pero no, es solo que tu metro llegó y ya no tienes que esperar más. Por fin, qué alivio. Esa sensación rompe el hechizo, y en lugar de ver salir del agujero el monstruoso cien-pies robot de múltiples segmentos autónomos que aparecía en aquel comic olvidado del Comando G, te encuentras con aburridos vagones llenos de gente parecida a ti. Cuando creces el mundo deja de ser divertido.

De niño coger el metro era la gran cosa, como subirse al tren del miedo, los autos de choque o el funicular del parque de atracciones del Tibidabo, en Barcelona. Estaciones con el anagrama romboide del imperio galáctico municipal saliendo de la oscuridad. Vagones anchos de esquinas romas, faros redondos y sólidos mecanismos, rodeados de fuertes olores y sonidos de otro mundo. Hoy son suaves, silenciosos, más redonditos tras una época angulosa, de aspecto frágil, diseñados y conducidos por computadoras. Los humanos ya no son fiables. Hay otra cosa que cambia: por alguna razón de mayor los olores desaparecen salvo cuando son escandalosos. Esa razón es que la naturaleza es sabia y te pone una careta antigás. Los efluvios cancerígenos los respiras igual, pero, hey, el amor también te hace ver a esa persona normal como el centro del universo, olvidar la muerte y seguir viviendo feliz, así que gracias madre tierra... Me parece que hablaba del metro. El metro no te hace olvidar la muerte. Bajas al inframundo en montacargas mecánicos, entre paredes alicatadas y planchas de aluminio, dando lugar a un ambiente hibrido entre crematorio forense y entrada al reino del Hades griego. Solo que en lugar de con Caronte te encuentras un frío aparato electrónico que te obliga a marcar el ticket para pasar la laguna. Ni Dante en su peor pesadilla pudo imaginar algo así. Miento, en algunas estaciones sí que está Caronte, pero en forma de empleado aburrido encerrado en una jaula de cristal. El pobre te hace pensar en José Luis López Vázquez en La Cabina. Solo distingues una sombra al pasar rápido. Eres incapaz de imaginar donde tendrá la puerta ese cubículo, o si tendrá puerta. Alguna vez tropiezas con el mágico momento en que una puerta surge de la nada, te paras fascinado, esperando ver salir a Gandalf después de matar al Balrog o algo así, pero no, solo es el empleado aburrido que te mira con hambre. No le devuelvas la mirada, corre, insensato. Bajando rápido las escaleras mecánicas tropiezas con otra pregunta trascendental de tu infancia. ¿Dónde van los escalones cuando desaparecen bajo el suelo? De mayor comprendes que es una metáfora mística sobre la reencarnación: todo lo que desaparece bajo tierra renace de nuevo en lo alto.

Cuanto al fin llegas al andén lo primero que notas es la falta de aire. El túnel succiona al atmosfera. Un técnico experto te hablaría de diferencias de presión, pero tú has visto demasiadas películas, solo piensas que en cualquier momento los doce del patíbulo cerraran las puertas y tiraran granadas y gasolina por los respiraderos del techo. Pero el verdadero miedo es saber que estas en una catacumba a bastante más de dos metros bajo tierra. Si fallan los ascensores, las escaleras, o se activan las trampas por accidente, sellando las puertas, quedaras encerrado para toda la eternidad, como un vulgar ladrón de tumbas. Los terrores no acaban ahí, falta el peor de todos: el propio andén. Un estrecho pretil de piedra junto a un profundo foso de cemento y cables negros. ¿Por qué lo hacen tan profundo? Un simple despiste mirando al móvil o un traspié, y lo siguiente que veras será el rail a corta distancia o una rueda chisporroteando pocos centímetros por delante de tu ojo derecho. Pero no hace falta que venga un tren para convertirte en el suicida japonés medio. Basta un tropezón para clavarte el grueso tornillo de una traviesa en la sien y alegrarle el día a algún adolescente morboso equipado con cámara. Serás trending topic durante una hora, si fueras Andy Warhol y no cadáver estarías encantado. Aunque no lo creas, tu cerebro está meditando en todo esto conforme te alejas de la escalera y te aproximas al abismo. Por eso instintivamente te alejas pasito a pasito del borde y te acurrucas lo más cerca posible de la pared. Momento en que descubres con horror que el andén está atestado de chicas al borde de las vías tecleando misterios con los cascos puestos, frágiles carritos de bebe llenos de ruedas flojas, niños corriendo alocados y ancianos con gafas de culo vaso. Tienes ganas de gritar: “¡Apartaos, estáis todos locos, el tren se acerca, el tren se acerca!” Pero la convención social borra tu boca y no quieres parecer un psicótico sacado de alguna película de ciencia ficción rodada durante la guerra fría. Así que te limitas a quedarte en el andén, esperando que llegue el tren, como un simio infinitesimal flotando de la órbita de un agujero negro gigante. En el otro andén Caronte juega lanzando al aire tu moneda.


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