domingo, 14 de diciembre de 2014

La Relación más Inesperada



Hoy presentamos uno de esos escritos que hago para el Taller de escritura de Fuente Taja. El ejercicio consistía en hacer una versión de un cuento clásico ambientado en una ciudad moderna, en mi caso una versión epistolar de la Cuenca de los 90 para que la gente de Cuenca me mate luego. Os dejo adivinar que cuento es, que ahí está la gracia. Sin más preámbulos, lectura para tarde lluviosa…   




La Relación más Inesperada


Sé que nos escribimos desde hace poco, pero ya estamos compartiendo nuestras listas de relaciones anteriores, así que te puedo contar, por ejemplo, la más inesperada que he tenido. Ocurrió en la ciudad de Cuenca hace bastantes años. Yo era muy joven, no más de 19, y una verdadera belleza provinciana, oculta bajo ropa grunge y gruesas gafas pasadas de moda.

Cuenca nunca ha dejado de ser una bonita ciudad medieval, rodeada por un casco vetusto, salpicado de jardines polvorientos, y tan reseco que siempre huele a rastrojos quemados. Los años de la burbuja no la cambiaron demasiado, el centro seguía fosilizado en el tardofranquismo y su sueño de futuro era convertirse en dormitorio de Madrid. Cuando terminaran el AVE quedaría a media hora de la capital, algunos barrios céntricos de Tokio están más lejos. Pero yo entonces estaba todavía muy lejos de saber eso. Me limitaba a deshacerme de pretendientes cetrinos en siniestros pubs de pueblo que parecían sacados de una serie de David Lynch. Aunque nunca lo hice con los humos que se daban mis dos hermanas. Yo me masturbaba con el agente Cooper, ellas vivían en un novelón de Galdós. Criticaban a las que enseñaban, vestían zapatos de tacón y minifaldas ochenteras, y se pasaban la noche bailando una cara a la otra ignorando altivas a los cetrinos amontonados por los rincones. No era raro que pocos se atrevieran a salir de las sombras. Ellas no pensaban en estudiar nada útil, solo en ligarse a algún príncipe que apareciera mágicamente por allí en su deportivo y se las llevase Madrid. En cambio yo me sentaba en la barra con mis vaqueros y mis gafas, y hablaba con todo el que se me acercase, diciendo mis “nos” con amabilidad y una sonrisa. Mi máxima ambición era terminar la carrera y dar con alguien que me gustase, de mi rollo, y por allí, lastimosamente, no había ninguno de esa clase.

En el fondo no era tan distinta a mis hermanas, también quería salir de allí, pero al modo Erasmus. Quizá por eso era la preferida de mí padre. Era dueño de una tienda de pantalones y como el resto de la ciudad, tenía a los hippies como ejemplo máximo de juventud moderna. Por alguna razón iban a construir la estación del AVE a kilómetros del centro. Una lógica extraña hasta que veías el mapa de terrenos recalificados a lo largo de la carretera que llevaba hasta allí. Ese iba ser el gran negocio. En cambio nadie entra en una tienda de ropa que huele a sastrería de los sesenta. Mi padre estaba lleno de deudas que nos ocultaba. Yo no le pedía ropa cara, pero sí que me pagase el alquiler para estudiar en Madrid. Un día me reveló la verdad: se había visto obligado a pedir un crédito a un usurero de la tierra y le era imposible devolver los intereses. El embargo. Adiós, vida.

La magia del momento consistió en yo que acababa de conocer al hijo del taimado usurero. Era feo, cetrino y tan pijo como se podía esperar. Había sido transparente para él hasta que me quité las gafas para sacarme el jersey... Se pasó la noche hablando conmigo. Para mí era como dar palique a un orco peludo. La incomprensión de mis hermanas era total. Pero verme abocada a la pobreza activó algo en mí y me puse en sus manos de largas uñas.

Funcionó, habló con su señor padre y nos hicieron eso que hoy se conoce como quita de deuda y a cambio yo me encontré inmersa en una relación con un orco. No tardó en invitarme al chalet de su familia, construido entre pinares en plena serranía de Cuenca, en zona protegida, y tan lejos de mi casa que muchas noches debía quedarme a dormir… Si cortaba de pronto se destaparía el pastel y si seguía con él me suicidaría. ¡Yo no era como esas que enseñaban!

Sorprendentemente el chico no era tan horrible como cabía esperar. En la intimidad era amable, educado y respetuoso. Nunca nos acostamos sin que yo lo deseara, y entonces me hacía dudar de si estaba cumpliendo con mi papel o me atraía de verdad. Cuando los orcos se quitan las pieles resultan tener torsos bien musculados y conocer trucos perversos. Pero para mí eso no bastaba para durar juntos. Sentí escalofríos cuando me propuso matrimonio.

Tan espantada estaba que no podía respirar, o quizá fue el trancazo que pille aquellas navidades. Cayó una inmensa nevada, y me pase las vacaciones en aquel chalet empedrado. Sus gustos musicales ya me habían dado una pista, pero entonces caí en la cuenta. Una chica como yo no debería dejarse llevar tan fácilmente por las apariencias. Me volví a poner las gafas y me fije que para leer él se ponía unas iguales a las mías. ¡Era de mi rollo! ¡Por fin!

Pero el destino es cruel, nada más descubrirlo una llamada de mi hermana me avisó de que mi padre estaba en el hospital, con una doble neumonía. No era demasiado mayor, pero tenía mala salud y algo así podía afectarle al corazón. Mi orco me llevó en su todoterreno, de noche, en plena ventisca. Mi padre mejoró, pero de pronto comprendí la realidad de la vida. En la sala de espera le confesé toda la verdad. Mi orco se levantó y se fue sin decir nada.

No me llamó. Lloré por semanas, pero luego volví a mi vida. Hasta que años después, recién licenciada, me lo encontré en un bar de Madrid, borracho. Se había ido de casa, estudiaba en la  escuela de cine, y no había salido con más mujeres... Bueno, me dije, ¿y por qué no?
Pasamos siete años juntos, viajamos por todo el mundo, fuimos felices, estalló la burbuja y conocí a mi amante japonés, el del shibari, pero eso ya es parte del siguiente capítulo… Bueno, espero ansiosa que me cuentes tu relación más inesperada. Nos escribimos. Muchos besos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario