Continuamos con la tercera parte del primer capítulo de La
Noche… si recordáis, al final de la segunda nos quedamos con un Interfaz
destrozado, una madre rota y dos niñas tristes camino de la parada del
ómnibus... Hoy presentamos "El Dilema".
Capítulo 1
Papá y Mamá
1.3
El Dilema
Pase los dedos sobre el teclado del viejo Interfaz de mi
madre. Casi todas las teclas estaban de nuevo en su sitio, pero también había
muchos espacios vacíos. ¿Dónde habría ido a parar la tecla M? ¿Qué habría sido
del signo de interrogación? Quizá seguían perdidas en algún rincón de aquella
casa, si no la habían volado ya en pedazos. ¿Quién pudo recoger los restos?
¿Cómo llegaron a manos de mi bisabuela? ¿Fue María, mi madre, o quizá Buitre
Blanco, mi abuelo?
Nuevas preguntas que se unían a las demás. Nunca me esforcé
en borrarlas, me han hecho lo que soy. Pero también soy otra persona, la que he
construido en La Red. Una mujer templada, calmada, incluso fría, consciente de
sus obligaciones, responsable de sus decisiones, que nunca duda de su colaboración.
Siempre dispuesta a dar ejemplo cuando los hombres tienen miedo, la piedra
sobre la que las demás se apoyan, leal, segura de sí misma, bla, bla, bla… En
aquel momento ya no estaba segura de nada.
El ómnibus era azul, la capota charolada brillaba al sol de
la mañana y tiraban de él cuatro bonitos caballos. Me sabía los nombres de
todos: Número 5, Chanel, Paris y Perfume, el cochero nos contó que se los puso tras una visita al
museo. Pero aquel día al verlos, quise llorar y agarre con fuerza la mano de mí
hermana. No quería subir, pero tampoco podía volver a casa.
¿Yo era una mujer de La Red o todavía aquella niña, solo que
convertida en adulta? Los recuerdos de mi niñez aporreaban los mamparos,
presionando, rascando, a punto de inundarlo todo. Cerré con fuerza los
parpados. No podía llorar. Asustaría a mi hija, que no tenía culpa de nada. No,
debía darle ejemplo, y no solo a ella. Había tantos ojos puestos sobre mí. No
me podía permitir llorar. No en ese momento, en vísperas de un conclave tan
importante. No me podía permitir más dudas ni vacilaciones. Una mujer de verdad
no llora.
Alcé la cabeza y mire directamente a la cámara instalada
sobre la puerta, con su piloto rojo siempre encendido. Metí el Interfaz de
nuevo en su funda, cerré la caja y me colé en el espartano baño. Tras pensar un
momento me baje el pantalón y oriné, sin ganas. El piloto de la cámara situada
sobre el espejo brillaba intermitente, me pareció verla rotar hacia mí y
enfocar la taza. Me sequé a conciencia, sabiéndome observada y grabada. Mi culo
de preñada pronto estaría archivado en el Núcleo del hogar naval, junto con la
fecha y hora de ese interesante momento.
Recordé la incomodidad que sentí la primera vez que note la
ubicua presencia de los ojetes. Entonces era una niña extraña acostumbrada a
cagar en soledad. Había nacido en la civilización, pero sabía que me tenía que
integrar y lo logré. Siendo tan pequeña es fácil, es lo que se espera de una,
pero ¿cómo superar esa misma sensación cuando vuelve de adulta? Ya no tenía
excusa.
Me desnudé por completo y entré en la ducha. La cámara sobre
la alcachofa se encendió al poco de abrir el grifo. Mientras sentía los duros
chorros sobre la piel me aguijonearon de nuevo las dudas que me reconcomían
desde que se convocó el conclave. Me había pasado la vida luchando por La Red,
teniendo las cosas muy claras y de pronto… El viejo Interfaz solo era una duda
más. ¿Cómo eran las mujeres que vivían al otro lado del canal? ¿Ellas podían
llorar cuando quisieran? ¿Cómo era mi madre antes de convertirse en la víctima
de guerra que yo conocí…?
Recordé cuando cumplí los quince años y recibí mi primer
Interfaz, estando en la Academia. Un día, de pronto, toda la gente a mí
alrededor empezó a llamar a las cámaras del juicio ojetes, por un momento pensé
que se burlaban de mí, pero no, era un meme salido de los hogares legionarios,
un éxito viral inmediato. Se extendió por toda La Red en menos de 24h. Para
entonces yo llevaba integrada más de un lustro, pero todavía seguía siendo una
ingenua niña civilizada. No tenía la más remota idea de a que venía eso de
llamarlas ojetes, pero al preguntar, aquel sargento Mantis resultó lo bastante
expresivo: “si graban toda tu vida, ven toda tu mierda”
Era el sexto año de la guerra.
La guerra había forjado La Red tal como yo la conocía, ¿de
verdad le gustaría a mi hija vivir en una tierra llena de ojetes? Se movió
inquieta y me toqué la curva del vientre, acariciada por la lluvia, para
calmarla. ¿Me estás diciendo que estoy siendo archivada desde antes de nacer,
mamá? ¿Es necesario tener una cámara en la ducha?
Pensé en apagarla, pero para hacerlo tenía que volver a la
consola, registrar los códigos en el Núcleo, esperar el mensaje encriptado y
más cosas que ya no recordaba. Nunca lo hacía, de hecho, nunca se me había
ocurrido hacerlo. Pero ahora tenía esa idea ahí, mezclándose con las demás.
Cerré el agua, dispuesta a ejecutar el procedimiento, pero entonces imaginé las
plantas de mis pies mojados pisando el frio el metal, la corriente erizándome
la piel al salir del baño. Me encogí de hombros y me enjaboné con fuerza la
abultada quemadura del antebrazo.
Antes de subir de nuevo al puente me acerqué a la consola,
donde el Archivo seguía abierto. ¿Por qué, vieja bruja, por qué me haces esto?
No tengo bastante con la guerra, el conclave, el embarazo y todo lo que llevo
encima. ¿Es porque no fui a tu funeral? ¿Para qué quieres hacerme ver nada?
¿Solo para hacerme sufrir? La cámara de la consola me observaba y me aparté del
escritorio. Solo la vieja Alex podía ser así de sádica: me había hecho
necesitar intimidad.
En la escalera me cruce con dos oficiales Mantis, una con el
torso descubierto y la otra casi desnuda, salvo por las botas, correajes y
protecciones reglamentarias. Ambas mostrando con orgullo sus pechos gastados,
las cicatrices de guerra y las marcas rituales. Baje la vista cuando me
saludaron, avergonzada de mi estúpido pudor. Seguía siendo una extraña. Apreté
los dientes, ocultando mi mal humor. Era obvio que mi necesidad de intimidad
era producto del miedo al qué dirán. Esas oficiales Mantis se reirían de mí, me
mirarían como a una niña irresponsable si me veían llorar, pero también se
reirían de mí si supieran que les tenía miedo. No perdonan el pudor.
¿Qué debía hacer? ¿Abrir el archivo de la vieja Alex exponiéndome
a dar un espectáculo delante de las cámaras o ceder al miedo, reprimir la
curiosidad y comportarme como una idiota?
Al cruzar por delante de la cantina de comunicaciones vi
repantigada en el sofá a nuestra oronda Comisaria, junto a su gabardina de
cuero. Me detuve. ¿Por qué no? La araña del barco era la persona más indicada
para tratar dilemas de reputación. Incluso podría aconsejarme qué debía hacer
con el archivo de mi bisabuela, y devolver al orden mí civilizada cabeza. No
sería la primera vez, en el campo de reeducación fueron mis mejores maestras.
Avance decidida hacia ella, sorteando al numeroso personal qué, como de
costumbre, llenaba el lugar, para descubrir al rodear la mesa que tenía la mano
metida en la bragueta de los pantalones… Masturbándose distraída mientras leía
en sus gafas de control algo que debía ser la mar de interesante.
Giré en redondo y me deje caer en la barra, donde el
encargado, ajeno a las razones de mi repentino bochorno, me miró interrogativo.
El chico llevaba una barba rala, las enormes jarras de cerveza que tenía
tatuadas en los pectorales le asomaban por el escote de la camiseta, y apenas
podía balancear el brazo izquierdo a causa de las espantosas cicatrices. Las
hacia destacar con una aureola de espinosos tatuajes, al modo Mantis. Le pedí
una tisana de hierbas felices, que me preparó con toda soltura usando su único
brazo sano. Sin miedo, ni vergüenza. Saqué mi Interfaz y mientras ponía una
docena de positivos en su Tabloide para recibir la taza de calma y sonrisas que
necesitaba, tuve claro que tendría que enfrentarme a mi madre yo sola.
Me desperté con hambre en mitad de la noche. Como mujer
previsora en la nevera tenía suficiente munición de mis antojos preferidos.
Pero en lugar de acudir a ella, me senté frente a la consola. Respiré hondo. El
contenido del disco duro estaba indexado en una ventana directora, donde
aparecía el listado completo de videos y documentos en el orden preciso en que
yo debía seguirlos, con grandes y didácticas flechas. Desde el punto de vista
de la vieja Alex yo debía seguir siendo aquella mocosa que le daba patadas.
¿Qué quería mostrarme que ya no supiera?
Clavé la mirada en el primer archivo, fechado en el año 104
d.d.Fin, cuando mi madre tenía
diecisiete años. Lo seguía una carpeta con fotos. Ambos iconos estaban
en el mismo recuadro. Resoplé agitando la pierna. No estaba nada claro que
debía ver primero.
Los pilotos de los ojetes retumbaron en mi cabeza. ¡Dejad de
mirarme, joder!
Poco después pulsé sobre la primera foto.
¿Cómo era mi madre antes de convertirse en la víctima de
guerra que yo conocí?
Era preciosa.
La hermosa cabellera lacia y castaña clara le llegaba hasta
la cintura, y su tez, del color de la avellana, no tenía ni una sola marca, ni
señal. Los ojos eran limpios y vivos, y la nariz fina y recta, no gruesa y
torcida, como yo la recordaba.
Se me hizo un nudo en la garganta y me tapé la cara con las
manos, mientras las lágrimas resbalaban por mis mejillas, rodeada de metal y
cámaras.
¿Cómo llegamos a esto? ¿Cómo, mamá…?
Fui al baño a buscar papel higiénico y me sequé la cara,
luego a la nevera a por chocolate.
Superado el primer golpe, me eché una onza a la boca y pude
mirar la foto con más calma. Mi madre parecía estar de pie, detrás se veía un
carretera y las sombras de un bosque de pinos.
En la siguiente foto mi madre aparecía seria y cabizbaja,
sentada sobre su bicicleta, con un pie sobre el pedal y el pelo suelto cayendo
lánguido a un lado del rostro. ¿Qué te pasaba, mamá?
Parecía estar esperando algo junto a un Nodo de Red,
entonces un gran bulbo lleno de gruesos cables y abultadas conexiones humeantes
surgiendo directamente del suelo. Al fondo un grupo de chicos, de su misma
edad, vestidos con grasientos monos de trabajo verde oscuro, la miraban con
curiosidad mientras amamantaban un viejo tractor usando los tubos del Nodo. En llamativo contraste mi madre llevaba un
bonito vestido de color crema, una rebeca cubriendo sus finos brazos
adolescentes, calcetines blancos y zapatos de colegio.
Abrí los ojos como platos al ver la siguiente foto, no podía
creerlo. Saludando a María, mi madre, estaba una jovencísima Sandra, casi
costaba reconocerla, pero era ella. Claro, ¿cómo pude olvidarlo? Sandra era su
prima, y entonces una escultural jovencita de ensortijada melena negra, esbelto
cuello y rostro afilado, que esbozaba una forzada y circunspecta sonrisa.
Sandra sosteniendo la bici por el manillar mientras se
inclina para darle dos besos a mi triste madre. En segundo plano los chicos
ocupados en el Nodo admiran sus posaderas, enfundadas en un mono demasiado
ceñido.
Sandra apartándole el pelo de la cara a mí madre, no sabría
decir si con cariño o haciendo sitio para soltarle una torta. María parece a
punto de romper a llorar. A su lado una chica rubia, no recuerdo su nombre,
Luisa creo, la mira seria con los brazos cruzados sobre el pecho.
Una foto de María andando sobre la grava entre toldos y
furgones mientras un enorme perro lobo de pelaje recio y juvenil cabriola
alrededor de la falda plisada de su vestido. Otro de igual porte la sigue
feliz, olisqueando sus civilizados zapatos. A su lado camina Sandra con la
bici.
Otra foto de mi madre tratando de sonreír a una niña morena
vestida con un mono hogareño machado de barro. A su lado uno de los perros lobo
alza las orejas, expectante.
Dos fotos de mi madre apretando la cara sin éxito mientras
todo el grupo de niñas salta y corre a su alrededor, observada por algunas
chicas de su edad, cuchicheando en segundo plano.
Mi madre sentada a una mesa plegable con la cabeza hundida
entre sus esbeltos brazos.
Mi madre llorosa mientras la misma niña morena le ofrece un
gordo y suculento tomate con expresión preocupada, rodeada por todas sus
risueñas amiguitas.
Mi madre con su diáfana tez adolescente totalmente anegada y
enrojecida.
Mi madre sonándose con un pañuelito rosa palo con sus
iniciales grabadas.
Mi madre otra vez triste y ojerosa.
Mi madre sosteniendo los restos empapados del pañuelito con
dos deditos, y arrugando la nariz. ¿Qué tenías dentro de esos ojazos castaños,
mamá, un lavadero de camiones?
Mi madre tapándose la cara con el pelo por alguna razón desconocida.
Vale, me dije, muy bien, vieja Alex, ¿de qué pollas va todo
esto? Que yo sepa en esa época mi madre aun ni conocía a mi señor padre.
Suspiré hondo, dejando escapar el aire.
En apenas un rato mi escritorio se había cubierto de bolas
de papel. Me enjuague las lágrimas con los nudillos una vez más y me aseguré de
que la puerta seguía cerrada y todas las cámaras con su piloto rojo apagado.
Los hombres no podían verme así, no, por favor, a mí no, ¡que bochorno! De
pronto me sentí como una soberana idiota, todo era inútil. Antes o después la
Comisaria me preguntaría porque las había apagado y sería casi peor.
Aquella mañana mi hermana y yo fuimos solas en el ómnibus,
las demás niñas nos miraban, unas en silencio, otras cuchicheando, otras,
incluso, se reían. Lo sabían todo, habían visto la cara amoratada de mi madre
más de una vez: la mujer tonta, que se portaba mal.
Estoy impaciente porque continúes.Bravísimo!
ResponderEliminar