Capítulo I
Papá y Mamá
1.2
El Interfaz
El Interfaz
Mamá.
—¡No lo sé!
Papá.
—¿No lo sabes, no sabes quién era ese hombre? ¡Pues por la
forma en que te ha saludado nadie lo diría!
Yo.
Tapándome la cabeza con la almohada en el piso de arriba.
Por el momento la discusión tenía el volumen de una
encendida conversación, pero eso no duraría mucho tiempo. No sólo me tapaba,
también había cerrado la puerta, girando el picaporte y todo. Mas valía tomar
precauciones, tenía que dormir, sino volvería a llegar tarde a la escuela. Si
además rompían cosas o había golpes, mamá no podría acompañarnos hasta el
ómnibus. Cada vez que sucedía cogía mi muñeca sin nombre y
la estrujaba con fuerza, rezando por dormirme de una buena vez. Pero era
imposible, abajo la cosa arreciaba.
—¿Quién era? —resonaba mi padre justo debajo de mí.
—Te he dicho que no lo sé —respondía mi madre, cada vez más
nerviosa, asustada— No lo sé, conozco a mucha gente, quizá fue alguien que
estuvo en el Hogar, un amigo de mi padre, o de mi abuela, yo...
—¡Otra vez tuvo que salir tu abuela! ¡Conoces a demasiada
gente que yo no conozco! ¡Estás mintiendo, María, otra vez estás mintiendo!
¡Ese hombre era demasiado joven para ser amigo de tu padre! No me rehúyas la
mirada ¿de qué lo conoces?
—Tú no lo entiendes, si vive en los Hogares es fácil que no
lo conozca y que aun así sepa quién soy yo.
—¡SÍ lo entiendo, lo entiendo muy bien! ¿Crees que no sé lo
que pasa en esos asquerosos Hogares? ¡Lo sabe todo el mundo! ¡Ahora te acuestas
con hombres que no conoces! ¿Te han obligado, o ha sido por propia voluntad?
—Yo no me he acostado con nadie, Héctor, te lo juro, te lo
prometo.
—¡Ah, mierda! Ya estás llorando otra vez.
—Me estás atosigando…, sólo fui a llevar a las niñas a la
escuela, y al volver nos cruzamos, nada más, por favor.
—No me mientas, ya lo hiciste con ese desgraciado de Steven,
y luego resultó que te lo habías follado un millón de veces. ¡Puta malcriada!
¿Cómo podía saber quién eras?
—Héctor, fue antes de conocerte, además, sé bien cómo te
pones, no quería que hicieras una escena delante de las niñas.
Ese era el momento en el que mi señor padre se levanta rojo
de furia, desplegando sus gruesos brazos de operario de maquinaria en toda su
envergadura.
—¡¿Yo hago escenas, tú me conoces?! ¡Deja de hablarme de
Steven! ¿Ese tipo, cómo se llama, cómo sabía quién eras?
—Por favor, Héctor, no puedes fiscalizarme toda la vida. Te
he dicho que no lo sé, eso, en La Red es lo normal.
—¡¿ALGO NORMAL?! ¡Me tratas de imbécil! ¡La culpa la tiene
este maldito trasto! ¡No lo quiero en mi casa, no cerca de mis hijas! ¿Cuántas
veces te he prohibido que lo tengas? ¡Conoces a demasiada gente que yo no conozco
y eso se tiene que acabar, me oyes!
—¡Déjame en paz! ¡Es mi vida, mi familia! ¡Tú no me prohíbes
nada! —exclamó mamá, ahora era cuando dejaba de llorar y se
ponía de pie.
—Vaya, ahora la niña sacó el genio. ¡Estás en mi casa y en
mi casa mando yo!
—No mandas en mí, soy una persona. Si no lo entiendes yo no
tengo la culpa.
Esa siempre era la mejor parte. Recé para que ganara ella.
Hasta mi padre sabía que tenía que forzar las neuronas cuando la discusión
llegaba a ese punto. Saqué la cabeza de debajo de la almohada y escuché. Un
minuto más y la cosa terminaría, pero no fue así.
—¡Puta malcriada..., tú que sabrás de nada! —Gritó titubeante—
Está lo público y lo privado… Lo que está fuera y, y lo que está dentro… Tú te
casaste conmigo, estás dentro de mi casa, que compré con mi dinero, bajo mi
techo, entre mis paredes, y debes obedecerme. Si no lo entiendes traigo al mulá
y que te lo explique. ¡Se acabó ser una mujer pública, y se acabó este puto
trasto!
—¡No necesito ningún mulá, a ti esta casa te la regalo tu
papá, jodido rojo tullido de mierda! ¡Si tienes trabajo es porque en estos
tiempos hasta la carroña tiene trabajo! ¡Haré lo que me dé la santa gana!
—¡¿Entonces te has acostado con ese desgraciado?!
—¡Sí, me lo he pasado por los bajos, a él y a todo el
vecindario, mulá incluido! ¡Deja eso, deja eso ahora mismo! ¡¿Qué haces?!
—chilló furiosa.
No me fue difícil imaginar el Interfaz de mamá atravesar
volando todo el comedor hasta destrozar la cristalera del pasillo. Pero aún
tuve esperanza, y clavé los dedos en mi muñeca, rezando. “Mamá nos llevaría al
ómnibus, mamá nos llevaría al ómnibus”
—Hijo de puta —respondió ella con firmeza después de ganar
el juicio mental.
Fría cómo un bisturí.
Eso siempre sacaba a mi padre de sus casillas en curso de no
retorno.
—¡¿Quién es la puta, eh, quién es la puta?! ¡LA PUTA ES MI
MADRE! —Por su parte la mía farfulló algo sobre diez hijos y una coneja que no
entendí— ¡Repite eso si te atreves! ¿Dónde vas?
—Soy una persona, no tengo porque soportarte más escenas,
voy a recoger lo que has tirado y luego me voy con las niñas.
—¿Ah sí, y dónde vas a ir?
—Volveré con mi abuela —respondió sin dudar.
—¿Te crees que soy idiota? Tu, tu abuela está a dos mil
kilómetros de aquí... ¿Dónde está? ¿En África, en la Argentina...? No me lo
digas: no tienes ni idea. A esa gente no le importas.
Algo se había añadido a la voz de mi padre, lo noté
enseguida. Era el timbre del miedo.
—Existen los dirigibles, y es mi familia. Me voy.
Oí abrirse y cerrarse la puerta del armario del vestidor, y el repiqueteo
de los zapatos al sacarlos.
—¿Qué haces? ¡No te vas a llevar a mis hijas a ningún sitio,
párate!
—¿No lo ves? Me voy.
—María que te la ganas... ¡Que te pares te he dicho!
Los rápidos tacones de mi madre pasaron por debajo de mi
cama.
—Muy bien, vete —dijo mi señor padre—, pero mis hijas no van
a salir de aquí.
—Ya no son tus hijas.
—¡Párate, párate ya!
En ese momento mi madre ya subía la escalera, dispuesta a
despertar a mi hermana mayor, los taconazos sonaban duros, golpeando cada
escalón. Era el final.
—¡Que te pares, coño! ¡Quítate eso, que te lo qui-tes!
—¡Suéltame! —chilló mamá aterrada, toda la firmeza se había
ido por el retrete.
—No me rehúyas la mirada, que no me rehúyas.
—¡No! —sonó como cuando se le pega una patada a un perro.
Hubo más golpes. Uno, dos, tres... perdí la cuenta.
Luego toda la casa tembló repetidas veces, fruncí la frente.
¿Estaba pateando el suelo o...?
Si hubiera seguido con la cabeza bajo la almohada no habría
podido escuchar como mamá subía sola a su cuarto, silenciosa como un fantasma.
Luego pude oír mi padre llorar en el comedor. Más tarde
subió él también al cuarto donde estaba la cama de matrimonio. Después hubo una
larga conversación que no pude escuchar bien, llena de gimoteos y
apesadumbrados susurros. Me esforcé en prestar atención, pero me dormí.
Al día siguiente, durante el desayuno, todo transcurría como
si no hubiera pasado nada. La cocina estaba inundada de luz y mi señor padre
desayunaba tranquilamente tras la sabana del Barna City Times, mascando la panceta que le
acababa de freír mamá, que tenía la mitad de la cara violeta.
Mi hermana y yo nos quedamos mirando el plato en silencio.
Mi señor padre bajó la hoja de su periódico con una sonrisa.
—Comeros la panceta, niñas, está muy buena —dijo guiñándonos
un ojo—, hoy la ha hecho mamá.
Seguidamente le dedicó una beatifica sonrisa a mi madre, que
se la devolvió.
Perdí el último resto de apetito.
—Sí, padre —contestó mi hermana, átona.
De pronto mamá me pasó una mano suave por el pelo.
—Cariño, me parece que hoy tendréis que ir solas hasta el
bus, ¿te importa?
Volví la cabeza. Mamá quería ser tranquilizadora, pero su
sonrisa no engañaba a nadie.
—Claro que no, mamá —dije.
Por supuesto obedecimos a mi padre y nos comimos la panceta,
los huevos y todo lo demás lo más rápidamente posible.
Tanto que se me derramó zumo sobre el vestido de la escuela.
Mi padre no se enfadó.
Mi hermana me ayudó a cambiarme y luego fui a peinarme de
nuevo antes de salir.
En el baño estaba mamá, mirándose al espejo cubriéndose la
mejilla dolorida con la palma de la mano. No me oyó entrar. El cepillo estaba
sobre el bidé, así que lo cogí y me peine yo sola, mirándome en el espejo del
armarito. Cuando juzgué que la cosa tenía un aspecto razonable volví a dejar el
cepillo donde lo encontré. Mamá seguía en la misma postura, delante del lavabo,
sin moverse. Antes de salir me apoyé en el dintel y la observé durante unos
momentos.
—¿Te duele mucho mamá?
Mi madre se sobresaltó al descubrirme. Negó con la cabeza.
Se volvió y dejó caer la mano. El baño estaba lleno de luz y pude ver bien la
pequeña tirita mal colocada que cerraba un corte sobre el pómulo, ennegrecido
por el cicatrizante.
—¿Vas a ir al médico?
—Hoy no voy a salir.
—¿Te ha curado papá?
Afirmó en silencio con la cabeza. Luego pestañeó con fuerza,
respiró hondo y echó a andar hacia mí.
—Anda, ven que te arregle ese pelo.
Me colocó frente al espejo y me peinó correctamente,
colocándome bien la trenza. Cuando terminó me puso las manos sobre los hombros
y sonrió complacida.
—Lo ves, ya eres persona —dijo y colocó el cepillo en su
sitio encaminándose a la puerta—. Ahora baja, que tu hermana te tiene que estar
esperando.
Cuando salió me quedé mirándome en al espejo, como antes
había hecho ella. Me observé fijamente, hasta que se me cansaron los ojos. Bajé
la vista y entonces vi un reguero de sangre aguada en el lavabo, al final del
reguero había un diente, un diente con pulpa y todo.
Mi hermana estaba muy seria, apenas habló mientras cogíamos
las carteras, calzábamos los zapatos, y nos poníamos los sombreros de paja, con
sus cintas azules. Tenía once años. En uno o dos se convertiría en mujer,
dejaría de ir a la escuela, y maldita la gracia que le hacía.
Dejamos la parte privada de la casa y cruzamos el reseco
jardín. El comedor de invitados donde mi padre recibía al mulá y al resto de
fuerzas vivas de la colonia estaba justo debajo de mi habitación, separado del
pasillo que llevaba hasta el recibidor por una bonita cristalera, o al menos
así la recuerdo. Nadie había barrido los cristales rotos.
En el recibidor yacía destrozado el Interfaz de Red de mi
madre. La recia pantalla estaba agrietada y desencajada, el marco de madera
partido, y el teclado había sido apisonado a base de violentos taconazos. Mi
padre sabía hacer buen uso de su pierna sana, cuando quería.
Salimos pisando las teclas esparcidas por todas partes, que
nos siguieron rebotando hasta el exterior.
escribes muy bien, y entiendo que estés satisfecho de cómo te ha quedado este 1º capítulo. Pero a mi la violencia, sin dejar de reconocer que es una pura realidad, me repugna. No dejo de leerla, escucharla, etc., pero prefiero, para lo que me quede de vida, bondad y alegría. Es mi sincera opinión: muy bien escrita, pero para mí, desagradable.
ResponderEliminarBueno, satisfecho porque te deja frito/a, creo que si te ha resultado desgradable es que el episodio ha cumplido su objetivo, y sin usar un punto de vista explícito, la idea era esa, violentar sin caer en la apología de describir con detalle... a mí también me desagrada, quizá por eso me salió el punto de vista de la hija... El problema de empezar duro es espantar al lector... en lo que sigue el tono se suaviza bastante xD
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